Nunca pude digerir que en el ámbito de la construcción cobrasen lo mismo “vacío por lleno”. Tampoco pude comprender cómo el mismo porcentaje de la misma porción del patrimonio del matrimonio de Cristina y Néstor Kirchner arrojase cantidades diferentes.
Mucho menos admití que —hipócritamente— se sostenga que “no hay niño feo ni muerto malo”, pues Dios no me adjudicó la cualidad de cambiar el concepto de una persona después de muerta.
Mucho menos admití que —hipócritamente— se sostenga que “no hay niño feo ni muerto malo”, pues Dios no me adjudicó la cualidad de cambiar el concepto de una persona después de muerta.
Aunque me lo explicaran arquitectos y constructores, jamás me convencieron que costase lo mismo una pared de 3 x 4 m2 que otra de igual medida dotada de una abertura, mucho peor si encima se agregaba el valor de la puerta o la ventana y su colocación, aumentándome sensiblemente el costo final.
Si sobre el mismo emprendimiento turístico, con un valor determinado e igual para ambos, el 45% de la participación de Cristina valía muchísimo menos que el 45% de Néstor, además de otros detalles contenidos en sus amañadas Declaraciones Juradas, que fueran objeto de liviano sobreseimiento en la investigación por enriquecimiento ilícito, relativizando las reglas contables y matemáticas al igual que en el INDEK, concluí que hasta la realidad puede desvirtuarse, según quién la evidencie y de acuerdo a su conveniencia.
Por eso, con relación a la dudosa muerte del ex presidente Néstor Kirchner, quien se suicidara al no poder soportar el inevitable avance de su cáncer de páncreas, me resulta difícil justificar el engaño consistente en hacer velar un féretro vacío, cuando sus restos mortales, irremisiblemente desfigurados por la violenta y fatal decisión, permanecían en el sur del país.
Resulta comprensible que no se hubiese trasladado su cadáver, pero a la vez se torna procaz montar semejante patraña para ver desfilar a personas —muchas de buena fe— que concurrieron a despedirlo, engañándolas en la creencia que dentro del féretro estaba quien en vida fuera Presidente de la Nación.
Si a ello sumamos el llamativo comportamiento de la viuda y su primogénito —quien llegó a esbozar varias sonrisas— sumado al velatorio a cajón cerrado, en Casa de Gobierno y no en el ámbito natural del Congreso Nacional, como corresponde a un Diputado y ex presidente —más la sugestiva mordaza impuesta a los medios de prensa y el cambio de domicilio que determina la competencia jurisdiccional ante cualquier investigación sobre la muerte dudosa del ex Secretario de UNASUR, y sobre la tramitación del juicio sucesorio del Presidente del Partido Justicialista, que seguramente recaerán en manos de jueces complacientes que harán naufragar cualquier investigación sobre las causas del deceso y abortarán el eventual reclamo de derechos sucesorios de presuntos hijos naturales y muy especialmente el contenido del acervo hereditario tan descomunal como de sospechado origen—, comprenderemos por qué asoman tantas dudas.
Néstor Kirchner murió como vivió.
Sabiendo que la inexorable e inminente muerte ya tocaba a su puerta, obcecado él, le arrebató ese momento, decidió ponerle fin a su vida por mano propia, antes de quedar tan endeble y debilitado que no tuviera fuerzas para ello. No entraba dentro de sus convicciones consumirse en dolorosa agonía postrado, considerando una derrota —inadmisible e intolerable para él— que lo vieran acabado. Tuvo el coraje y la determinación de poner fin a su infatigable tarea de acumular riqueza y poder, castigar y cooptar opositores, corromper instituciones y dividir al pueblo, con revanchismos, persecución y manipulación de los Derechos Humanos, distribuyendo a su antojo fondos públicos, condicionando y disciplinando a humildes y poderosos, aunque les dejó a sus familiares, testaferros, amigos, allegados y cómplices, suculentos fondos suficientes como para bancar varias generaciones de Rolex, Vuitton, Versace, indumentaria de diseño y viajes interestelares.
Lamentable, cobarde y cruel resulta el suicidio de quien deja en la miseria a su familia, lo cual —obviamente— no es el caso del ex presidente que cuidando a los suyos sólo dejó a la deriva e hipotecados a 44 millones de sufrientes habitantes de este bendito país.
A no dudarlo, NK murió. Se suicidó. Jamás lo hubiese arredrado la débil Justicia, envalentonado por toda una vida de impunidad, estando seguro que jamás iría a la cárcel, lugar que sólo aloja a desamparados del poder de turno, pues, tal como aconseja el Viejo Vizcacha a Martín Fierro, “hacéte amigo del juez…” pues “la ley, como la telaraña, sólo atrapa a los débiles y se rompe frente a los poderosos…”.
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