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EL PUEBLO QUIERE SABER: Todos los días se descubren nuevos actos de latrocinio y corrupción del kirchnerismo / Albertismo . ¿Cuánto le costará al país los desmadres del KIRCHNERATO?

viernes, 11 de junio de 2010

11 de Junio de 1955 Perón ordena quemar una bandera argentina

La quema de la bandera (11 de Junio de 1955)

Dos años transcurrieron desde los incendios a las sedes de los partidos políticos y del Jockey Club.
El dictador, cada vez más ensoberbecido, había perdido todo freno. Preveía el derrumbe de su régimen y aún confiaba en apuntalarlo con medidas de rigor. La situación económica era cada vez más difícil, el descontento crecía y la oposición se fortificaba.
Dos hechos precipitaron los acontecimientos: el conflicto con la Iglesia y el proyectado convenio con una empresa petrolera norteamericana por el cual se le entregaba una extensa región de la Patagonia.
Esos dos hechos aceleraron la preparación revolucionaria. En junio de 1955, el ambiente estaba ya formado. Solo faltaba el alzamiento popular, juntamente con el de gran parte de las fuerzas armadas.
El 9 de ese mes la Iglesia celebraba la festividad de Corpus Christi, una de las más importantes del catolicismo y de las más tradicionales de nuestro país. Desde la época que precedió a la Independencia era costumbre en Buenos Aires que la procesión se realizara en la Plaza de Mayo. Pero la dictadura peronista había prohibido las reuniones públicas y suprimido casi todas las festividades religiosas. Autorizada excepcionalmente la procesión de Corpus Christi las autoridades eclesiásticas resolvieron realizarla en la tarde del sábado 11, con objeto de reunir la mayor cantidad de fieles y de evitar los inconvenientes que hubiera producido su concentración en la vía pública en día laborable. Apenas conocida esta decisión, el ministro hizo saber que la procesión solo había sido autorizada para el día 9 y por lo tanto no podía realizarse el 11.
Los católicos estaban, sin embargo, dispuestos a efectuarla. De persona a persona, por todos los medios a su alcance, se trasmitió la consigna.
Conocida por el gobierno, pensaron, sus jefes en cómo podían impedirla. Luego de meditar cuidadosamente, dispusieron dos servicios policiales: uno de seguridad, al que se afectaría gran número de efectivos, con el fin de imposibilitar en forma total y absoluta la concentración y desplazamiento de manifestantes; el otro se cumpliría con personal de investigaciones, encargado de vigilar y observar.
Preveíase que, de aplicar el primer servicio, el choque con los católicos podía tener consecuencias de gran responsabilidad para el gobierno. En virtud de ello se decidió dejarlo sin efecto y organizar el otro, al que se encargaría la comisión de desmanes en lugares previamente señalados (1).
Recibidas las instrucciones en la mañana del 10, el jefe de policía. Miguel Gamboa, informó al subjefe inspector general Ángel Luis Martín y al inspector general Justino W. Toranzo, que durante el acto religioso proyectado para el día siguiente “había que hacer algunos desórdenes y producir algunos destrozos”, a cuyo efecto requirió personal de absoluta confianza (2). Elegido éste, se recogió el material necesario para la siniestra tarea. Los fotógrafos de la repartición preparándose para obtener el elemento documental que debía entregarse al periodismo esa misma noche.
Aún quedaba por disponer la ejecución de la parte más diabólica del plan trazado: la de quemar una bandera argentina, atribuir el hecho a los católicos, provocar la indignación pública y motivar los consabidos actos de desagravio.
Mientras en la Casa de Gobierno y Jefatura de Policía se tramaba todo esto, los católicos se apresuraban a concurrir a la Catedral o a reunirse frente a ella en la plaza de Mayo.
La prohibición de concentrarse no los atemorizaba, ni les detenían las múltiples trabas puestas a su transporte por los medios públicos.
De toda la ciudad y sus alrededores fueron llegando silenciosamente a la plaza histórica inmensas multitudes. Niños, ancianos, religiosos, hombres y mueres de toda edad y condición, enfervorizados por la fe y por el civismo, ocuparon rápidamente el vasto templo, la plaza y las grandes avenidas y calles que de ella parten.
Los primeros en llegar se sorprendieron de la aparente ausencia de policía. ¿Cómo era posible? La dictadura peronista cuidaba con recelo y ánimo represivo cualquier concentración pública de los opositores. ¿Cómo era que esa tarde no estaban ahí sus agentes para impedir la reunión prohibida? ¿Por miedo, acaso, o por prudencia? Las miradas de los circunstantes se dirigían, desconfiadas, a todas partes. Unos pocos sujetos sospechosos, que parecían observar atentamente, andaban por la plaza. Pero no les concedieron importancia. Sin embargo…
Durante la ceremonia realizada en la Catedral, transmitida por altavoces al importante concurso de fieles reunidos en las inmediaciones, ningún episodio desagradable hizo presumir lo que acaecería poco después.
Terminado el acto, comenzó la desconcentración. La mayor parte de la inmensa multitud se dirigió por la avenida de Mayo hacia la plaza del Congreso. No profería ningún grito hostil; entonaba cánticos religiosos y daba vivas a Cristo y a la Iglesia. Al desfilar frente al Palacio Legislativo, alguien enarboló en el mástil esquinero una enseña papal junto con una bandera argentina. Luego siguió la multitud por la avenida Rivadavia y, ya llegada la noche, cada uno de los muchos miles de manifestantes empuñó una antorcha improvisada con papeles de diarios. Continuó la columna por la avenida Pueyrredón hacia Santa Fe, y luego por ésta hasta la plaza San Martín. De las aceras y balcones llegaban a los manifestantes flores y aplausos entusiastas. Jamás se había visto nada parecido. La multitud había perdido el miedo que durante largos años había infundido la dictadura peronista y expresaba su anhelo de libertad con serena decisión. Las campanas de la basílica de San Nicolás se echaron a vuelo al paso de los fieles, y una emoción profunda conmovió a todos. La revolución ya estaba en las calles.
Entretanto, los agentes del dictador cumplían el plan trazado. Mientras a la zaga de la manifestación salida de la plaza de Mayo unos cuantos facinerosos apedreaban el frente de “La Prensa” (3) y rompían varios cristales, otros manchaban los frentes de varias embajadas y las bases de algunos monumentos (4).
Eso podía ser visto por la gente que circulaba por las proximidades; lo que no podía serlo era lo que muy secretamente se hacía para quemar una bandera y colocar cenizas al pie del mástil del Congreso.
La tarea fue encomendada por el comisario Nardelli al agente Lapeyre. Quemó éste secretamente una bandera y algunos trapos en el baño de la comisaría, y una vez obtenidas las cenizas las condujo al lugar indicado, cuidándose de no ser visto en esa tarea. Luego de dejar en el Congreso la bandera parcialmente quemada, comunicó a Nardelli el cumplimiento de su misión. Aún se dispuso que un agente de apellido Pisani, a cargo de la parada de la esquina de Rivadavia y Entre Ríos, hiciera de consigna a la bandera y las cenizas.
Enterado el jefe de policía del cumplimiento de la orden impartida, lo hizo saber a sus superiores y en seguida se dirigió al Congreso Minutos después llegaba al mismo lugar el dictador, acompañado de sus ministros Borlenghi y Méndez San Martín, del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Aloé; su ayudante, Máximo A. Renner; el mayor Cialceta y Atilio Renzi. Todos pusieron caras compungidas y posaron para las fotografías destinadas a la publicidad (5).
Al día siguiente los diarios y periódicos del régimen peronista, es decir, la casi totalidad de la prensa argentina, dirigida y orientada desde la subsecretaría dependiente de la presidencia de la República, inició su campaña contra los presuntos autores e instigadores del “horrendo crimen”, se organizaron en todo el país forzadas manifestaciones de desagravio y una vez más se envenenó a la crédulas mentalidades de pueblo.
El 14 de junio, el jefe de policía dio la siguiente “orden del día”: “Hoy su texto está destinado a registrar el estupor infinito y la indignación incontenible de todos los integrantes de esta gran repartición ante el ignominioso vejamen inferido a nuestra enseña nacional por quienes, en un incalificable extravío, parecieron olvidar que lo más sagrado que tiene la patria es la bandera. Para reparar tamaña ofensa, henchidos nuestros corazones de unción patriótica y orgullosa argentinidad, haciéndose eco del unánime sentimiento de pena que nos embarga ante el hecho inaudito, sin precedentes en nuestra historia, quiere esta jefatura realizar una solemne y sentida ceremonia, un desagravio a la gloriosa enseña que ayer flameó triunfante en los campos de batalla de todo el continente, como símbolo de libertad y heroísmo y que hay cobija bajo sus pliegues generosos a argentinos y extranjeros que buscan paz y trabajo en esta maravillosa tierra, que es la nueva argentina justicialista, que marcha confiada al genio político y al patriotismo de nuestro líder, el excelentísimo señor presidente de la Nación…”, etcétera, etcétera.
Muy pocos, en realidad. Creyeron en el infundio de la policía. Se conocían sus procedimientos bajo el régimen dictatorial peronista, y el hacho que se atribuía a los católicos era demasiado burdo.
El comisario Nardelli, entretanto, no estaba tranquilo. Reunió al personal de oficiales en un despacho, les aconsejó calma, condenó toda posible infidencia y expresó que se haría responsable de lo que pudiera pasar. Como temía la imprudencia de alguien, advirtió que si lo descubría “lo iba a agarrar a patadas”
La orden de Gamboa había trascendido hasta los empleados de investigaciones de cuya reserva, lealtad o confianza se dudaba. El miedo que había manifestado al recibir las instrucciones y la vacilación advertida en algunos para decidirse a cumplirlas, hizo temer a los altos jefes de la policía que tenían conocimiento de los hechos. Por otra parte, cada uno de los empleados comisionados para efectuar daños en monumentos y embajadas, era un testigo peligroso.
No es necesario detallar en este libro cómo se instruyó el sumario por el comisario Nardelli, o sea por el mismo que cumplió la orden infame. Baste decir que el acta de iniciación la dictó personalmente el oficial principal Bonanno, consignando en la misma la comprobación del hallazgo de la bandera antes de haberse efectuado. A esto debemos agregar que días después de los hechos se detuvieron dos jóvenes manifestantes, uno de los cuales también se apellidaba Nardelli, y era por tal circunstancia muy apropiado para la coartada siniestra a fin de confundir y desviar a la opinión pública ya advertida de la culpabilidad de la policía.
Terminado el sumario con todas las formalidades, fue elevado al Comando Politico Social, de donde pasó al juez doctor Gentile. Su conducta vacilante muestra al hombre manejado, incapaz de liberarse de las ataduras que lo unían al dictador Juan Domingo Perón. Tenía clara conciencia de las falsedades del sumario policial, pero no se resolvía a disponer lo necesario para que surgiera toda la verdad de la infamia cometida.
Tampoco referiremos por lo menudo las constancias del sumario administrativo que se instruyó a raíz del hecho. De éste como del otro surge la evidencia de la culpa de los funcionarios policiales que en aquél intervinieron cumpliendo las órdenes recibidas de la Casa de Gobierno.


Notas:

(1) Tal como actualmente sucede con el gobierno peronista de Néstor Carlos Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner en donde un grupo se infiltra en la multitud para generar caos y disturbios. (Nota del Transcriptor).
(2) Declaraciones de Martín y Torazo (expediente “Quema de la bandera”).
(3) Recordamos que después de la incautación por el gobierno, “La Prensa”, había sido entregada a la CGT peronista. Los atacantes pertenecían a los grupos de choque de la dictadura peronista; sus desmanes debían ser atribuidos a los católicos, con quienes andaban mezclados esa tarde.
(4) “Perón me llamó a una hora que podía ser, calculo, las diez de la noche. Me preguntó qué novedades había con respecto a la marcha de la columna y si tenía conocimiento de si se habían producido algunas manchas en las embajadas. Le dije que no. Me expresó que tenía que saberlo porque era importante y que ne iba a hablar el mayor Cialceta. Me llamó éste y me dijo que inmediatamente había que verificar si se habían realizado una serie de episodios de manchas de bleque. Agregó que era posible que se encuentren algunos frentes manchados: “donde no lo estén se puede manchar un poquito, Total una mancha no hace nada. Nosotros necesitamos tener la documentación de esos hechos hoy mismo”. El ministro Borlenghi me preguntó que noticias tenia de los daños provocados y me dijo que “donde no hay manchas se pueden hacer, pero hay que andar rápido porque tenemos urgencia”. El subcomisario del Ministerio del Interior, Krislavin, me habló dos veces para preguntarme qué noticias teníamos con respecto a esas cosas y me dijo que existían lugares que estaban manchados y otros que se podían manchar aunque no lo estuvieran, porque una mancha más no hacía nada. También me dijo que llamara a los muchachos del Político para que fueran a verificarlo o llamaran a la policía de seguridad, y ya saben –agregó-, una mancha más no es nada. Puede llamar la gente que ayude allí” (Declaración de Gamboa en expediente “Incendio de templos”, fojas 288 y siguientes).
(5) Vuelto a la Residencia, Renzi oyó a Méndez San Martín que decía: “Mañana van a agarrarse la cabeza los curas”. (Declaración de Atilio Renzi ante la Comisión Investigadora Nº 7).

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