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¿Quousque tandem abutere, Cristina Kirchner, patientia nostra? ¿Quam diu etiam furor iste tuus nos eludet? ¿Quem ad finem sese effrenata iactabit audacia?


EL PUEBLO QUIERE SABER: Todos los días se descubren nuevos actos de latrocinio y corrupción del kirchnerismo / Albertismo . ¿Cuánto le costará al país los desmadres del KIRCHNERATO?

jueves, 15 de abril de 2010

15 de Abril de 1953 Juan Domingo Nerón incendia Roma por primera vez

Incendios de las sedes de los partidos políticos

Mal se había iniciado para el dictador Juan Domingo Perón el mes de abril de 1953. Los negociados ya no se podían ocultar. La oposición parlamentaria los señalaba con energía y la opinión pública se hacía cada vez más severa con el círculo de sus parientes, protegidos y cómplices. La podredumbre del grupo gobernante era tanta que el propio presidente debió, contra su voluntad, ordenar la investigación que hemos referido. La muerte de Juan Duarte, voluntaria o no, revelaba el propósito de impedir el total conocimiento de lo que todos sospechaban acerca de la corrupción oficial.
El dictador pretendió sofocar enérgicamente a sus enemigos antes de que la oposición creciese. Luego de atribuir a presuntos agiotistas y especuladores la escasez y encarecimiento de algunos artículos de primera necesidad y de anunciar que los obligaría “a culatazos” a cumplir con su deber, dispuso como otras veces la concentración de los trabajadores en plaza de Mayo, a fin de disciplinarlos en la obsecuencia y de escuchar sus amenazas a la oposición.
Como siempre, tenía un plan trazado: sólo que esa vez era mucho más terrible. Comenzaría con tales amenazas, pero visto, a su parecer, que eso no era suficiente para amedrentarla, pensó en destruir las sedes de los principales partidos políticos que la constituían. Hitler le había enseñado cómo se hacían esas cosas. El ejemplo del incendio del Reichtag no había desaparecido de su memoria. En la nueva circunstancia bastaba con mucho menos para justificar la represión; por ejemplo, con el estallido de unas bombas durante la realización del acto preparado. Sus fuerzas de choque harían el resto apenas se diera el motivo y él impartiera la orden.
La policía tenía instrucciones precisas: por lo pronto, dejar sin guardia a las víctimas previamente señaladas, y luego no molestar “a los muchachos”. Todos los funcionarios de esa repartición sabían por anticipado “que algo iba a ocurrir esa tarde” (1). Los bomberos sabían, además, que se producirían incendios, y que la orden de la Casa de Gobierno era la de dejar quemar y evitar solamente la propagación del fuego a las casas vecinas (2).
Los criminales estaban listos y disponían desde mucho antes de elementos incendiarios y vehículos de transporte. Descontaban la impunidad, porque detrás de ellos estaba el dictador Juan Domingo Perón.
A poco de iniciado el acto estallaron dos bombas: la primera en un restaurante; la segunda en la estación del subterráneo. El presidente no se inmutó.
Eso bastaba para poner en ejecución el plan preconcebido. Desde el balcón dijo entonces: “Compañeros: vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo.”
La insinuación quedaba hecha. De inmediato la recogieron los elementos preparados para la acción. “leña… leña”, gritaron estentóreos y delirantes. El tirano aprovechó entonces para impartir la orden ya pensada. “Eso de la leña que ustedes aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?... Todo esto nos está demostrando que se trata de una guerra psicológica, organizada y dirigida desde el exterior, con agentes en lo interno. Hay que buscar a esos agentes y donde se los encuentre colgarlos de un árbol…” Luego de referirse a los “malos peronistas”, de los cuales debían depurarse la República y su propio partido, expresó el dictador: “Si para terminar con los malos de adentro y los malos de afuera, si para terminar con los deshonestos y los malvados es menester que cargue ante la historia con el título de tirano, lo haré con mucho gusto”.
Terminado el discurso, la multitud se desconcentró tranquilamente. Compuesta en gran parte de trabajadores y empleados públicos, forzados por sus sindicatos y jefes a concurrir a esas manifestaciones, no odiaba a nadie. Había creído o querido creer en quien acababa de hablar, lo había seguido y votado, y si todavía no había renegado de él, en él ya no confiaba. Solo algunos neuróticos y energúmenos mezclados en la multitud podían dar gritos de exterminio. Los demás querían volver antes a la tranquilidad de sus hogares.
La parte más numerosa se dirigió por la avenida de Mayo hacia el oeste, y pasada la plaza del Congreso, siguió por Rivadavia.
En esta avenida, entre las calles Rincón y Pasco está la Casa del Pueblo, y en ella tiene su sede el Partido Socialista. Hasta poco antes habían funcionado en ese local los talleres del diario “La Vanguardia”, que la dictadura peronista había clausurado. Una biblioteca de sesenta mil volúmenes estaba instalada en el vasto edificio. Varios millares de lectores, en su mayoría obreros, empleados y estudiantes, concurrían anualmente. En sus salones de conferencias era dado escuchar las disertaciones que acerca de los más diversos temas de política, economía y cultura pronunciaban miembros del partido. Representaba esa casa el esfuerzo de las clases laboriosas por elevar su nivel intelectual y económico, y, a la vez, las formas de la vida cívica argentina. Respetada por todos sus adversarios políticos, contaba con la simpatía de la población.
Pero el dictador la había condenado a desaparecer. En casi diez años de vocear a los trabajadores, de destruir los sindicatos libremente organizados, de forzarlos a agremiarse en torno a la CGT manejada a su arbitrio, no había domeñado al partido que desde medio siglo antes luchaba por la justicia social y había obtenido la sanción de la mayoría de las leyes que hasta ahora la protegen.
Confundidos con los manifestantes que se desconcentraban, llegaron frente a la Casa del Pueblo quienes estaban señalados para destruirla. Su cantidad apenas pasaría de un centenar. Disponían de armas de fuego y elementos incendiarios, además de palos, hierros y piedras. Al comenzar el ataque, en medio de gritos e insultos, hicieron varios disparos. Luego de forzada la puerta del edificio, penetraron en él y en pocas horas lo destruyeron por las llamas.
De acuerdo con las órdenes impartidas, no había guardia policial en las inmediaciones. Los cinco o seis agentes de la comisaría 6ª se retiraron apenas vieron llegar a los manifestantes, y así pudieron los incendiarios obrar con toda libertad. Los bomberos no acudieron sino dos horas después. Sus instrucciones eran claras y debían cumplirlas: “obrar sin apuro, pasivamente” (3).
Una autobomba, que durante largo rato estuvo estacionada en las inmediaciones, volvió a su sede sin actuar. Solo cuando se tuvo la certidumbre de que la destrucción era total, comenzaron las tareas de extinguir el incendio.
El terrible episodio había conmovido a los espectadores. Tal vez muchos se sentían avergonzados. Habían consentido con su inactividad que un pequeño grupo de forajidos cometiera el vandálico hecho. Pero sabían que ese centenar de miserables tenía la protección del Estado. Comenzaba para el país, en esos momentos, una de sus épocas más trágicas.
De la Casa del Pueblo el grupo criminal se traslado a la Casa Radical, Tucumán 1660, sede de un partido popular de honde raigambre argentina (4). De sus filas habían desertado algunos dirigentes de segundo orden cuando el coronel revolucionario de 1943 reclutaba a cuanto resentido hubiere en cualquier parte, pero la mayoría de sus afiliados permanecía fiel a sus principios.
Desde 1946 los diputados radicales habían hecho con valiente decisión la denuncia del proceso del gobierno demagógico que no tardaría en acentuar su tendencia totalitaria y su espíritu dictatorial. Algunos habían sido expulsados de la Cámara por la mayoría oficialista, y ya privados de sus fueros, se habían expatriado a fin de escapar a las persecuciones del dictador. Los radicales, como sus adversarios socialistas, estaban condenados desde entonces. La ocasión esperada para destruir su sede había llegado y era preciso aprovecharla.
El método de ataque fue igual que el ejecutado con la Casa del Pueblo, como que eran los mismos sus actores. Forzaron la cortina metálica que cerraba la amplia portada, penetraron en el edificio y luego de arrojar desde sus ventanas muebles, bustos, libros, banderas y cuantos objetos hallaron en sus dependencias, le pusieron fuego. Lo mismo hicieron con aquellos en medio de la calzada.
Desde media hora antes de iniciarse el ataque se había desviado el tránsito por la calle Tucumán (5). La policía estaba ausente a pesar de que a una cuadra funcionaba la seccional 5ª. Si algún agente de las inmediaciones comunicaba a éste la noticia del incendio, se le ordenaba permanecer en su sitio y desenterarse de él (6). Los bomberos demoraron más de una hora en llegar, y cuando acudieron quedaron sin actuar durante largo tiempo, con el pretexto de que carecían de apoyo policial o de que el público agujereaba las mangueras. Sólo cuando los incendiarios terminaban su criminal faena y mucha parte de la Casa Radical quedó quemada, actuó la policía y aquellas funcionaron.
Lo mismo hicieron en la sede del Partido Demócrata, ubicada en la calle Rodríguez Peña 525, a pocos metros de distancia de la Casa Radical. Pertenecía a una agrupación política que había gobernado el país durante largo tiempo, y aunque no tenía ya representación parlamentaria, su acción opositora no había cejado, razón suficiente para que no se salvara en esa noche trágica. También allí los incendiarios violentaron la puerta, arrojaron a la calle cuanto pudieron, y con todo hicieron una hoguera.
Varias horas habían transcurrido desde el comienzo de los incendios. A la jefatura de policía, a la dirección de bomberos, a las seccionales de aquella, llegaban los requerimientos angustiosos de los vecinos. Las respuestas eran siempre iguales: que no tuvieran miedo, que a ellos no les iba a pasar nada, que ya irán las dotaciones…
Mientras todo esto acontecía, el ministro Borlenghi llamó a Gamboa para ordenarle no interferir a los manifestantes y dejarlos realizar los incendios y actos vandálicos (7). El jefe de policía obró en consecuencia. Si alguno de sus subordinados le pedía instrucciones para contener a los grupos de forajidos, le contestaba que tenía orden de la Casa de Gobierno “de dejar que los muchachos anden por la calle” (8).

Incendio del Jockey Club


Después de quemar las sedes de los partidos políticos los criminales se dirigieron al Jockey Club.
Este centro social era uno de los más famosos del mundo, orgullo de nuestra capital y admiración de cuanto extranjero eminente llegara a ella.
Se le tenía por sede de la llamada “oligarquía”, aunque solamente lo era de las gentes de diversos grupos que daban formas elevadas al trato con sus semejantes. Lo había fundado un ilustre argentino, Carlos Pellegrini, en la época en que “la gran aldea” (9) se convertía en pujante ciudad, ansiosa de alcanzar en todo a las tres o cuatro más importantes de Europa. Tenía una riquísima biblioteca, en cuyo salón principal disertaron hombres de prestigio universal y destacados argentinos. Entre sus colecciones bibliográficas poseía la que perteneció a Emilio Castelar, el gran repúblico y celebérrimo orador español, además de las muy nutridas sobre arte, historia, literatura, derecho, etcétera, al alcance de cuantos estudiosos, fueran o no socios del club, quisieran consultarlas. Famosa era, asimismo, su galería de cuadros y esculturas, en la que figuraban obras de Goya, Vanloo, Corot, Monet, Raffaeli, Carriere, Harpignies, Falguiere, Soroll, Anglada Camarasa, Figar, Fader, Bermúdez, Lagos, etcétera, cuyo valor actual, según estimaciones de la casa Wildenstein, alcanzaría a más de ocho millones de pesos (10).
En ningún país del mundo había acontecido nada semejante. Ni en Francia, durante los días revolucionarios; ni en Rusia, cuando cayó la monarquía; ni en Alemania, cuando se impuso el nacionalsocialismo; ni en España. Durante la guerra civil el pueblo destruyó obras de arte. Tampoco lo hizo el pueblo argentino. Realizó esa infamia un centenar de asalariados de la tiranía peronista.
El Jockey Club tenía que ser arrasado, y así lo fue en esa noche espantosa.
¿Qué faltas había cometido contra el régimen imperante? No era un centro político ni en momento alguno habíase expresado en oposición al gobierno. Entre sus socios había de todos los partidos, inclusive del que seguía al dictador Juan Domingo Perón, aunque la mayoría era de independientes y gran parte de extranjeros. En él no se conspiraba ni se hacía prédica adversa al oficialismo. A él se llegaba para olvidar las preocupaciones de la diaria labor, para distraerse en tertulia de amigos y conversar sobre las cosas amables de la vida.
En la Casa de Gobierno se lo detestaba y en toda forma se lo quería avasallar. El ministro Subiza le tenía particular inquina y repetidamente había dicho que el Jockey Club “debía ser quemado con todos sus socios dentro” (11). Desde mucho antes tenía preparado y organizado su incendio y saqueo (12). Durante algún tiempo se puso junto a su puerta principal, sobre la calle Florida, una maloliente venta de pescado, luego se le quiso imponer la adquisición de cien mil ejemplares del libro “La razón de mi vida” y forzarlo a contribuir para el Partido Peronista de Buenos Aires y otras agrupaciones protegidas por el gobierno. La comisión directiva consiguió que el sucio mercado se quitase y se negó a la compra y contribución solicitadas. Tampoco dio curso a las solicitudes de ingreso de Juan Duarte y Jorge Antonio, cuyos escandalosos negociados señalaba la opinión pública (13). ¿Acaso eran éstas sus faltas? En todos esos casos el club estaba en su derecho, pero el déspota y sus secuaces no entendían que algo pudiera haber que no se les sometiese. El club, por lo tanto, tenía que desaparecer.
Cuando la turba criminal llegó a su frente, las puertas estaban cerradas. Los episodios de la Plaza de Mayo y el incendio de las sedes de los partidos políticos opositores hacían prever los desmanes que lo amenazaban. Los últimos socios concurrentes lo habían dejado al oscurecer y sólo quedaban en su interior algunas personas de servicio.
Poco antes de medianoche comenzó el ataque de los forajidos por el lado de la calle Tucumán. Violentadas la puerta y ventanas, comenzaron las depredaciones. Cayeron a la calle, arrojados desde el interior, cuantos objetos hallaron a su paso. Luego, en pocos minutos, y validos de elementos incendiarios de extraordinario poder, pusieron fuego en los principales salones y dependencias del suntuoso edificio. Las llamas asomaron por la calle Florida, alimentadas por las admirables telas que eran, más que propiedad del club, patrimonio de la cultura argentina. La Diana de Falguiere traída de París por Aristóbulo del Valle, cuyas graciosas líneas daban encanto a la imponente escalera, caía destrozada por los bandidos. Los tapices del gran comedor, los muebles, las colecciones de diarios y revistas, todo cuanto era difícil llevarse consigo, fue arrojado a las llamas para hacerlo más destructor. Un azar salvó del incendio gran parte de la biblioteca, de la que sin embargo se perdieron seis mil volúmenes (14).
A la bodega no llegó el fuego, pero llegaron pocos días después los emisarios de quienes lo habían ordenado. Su valor era muy considerable, y según lo ha declarado el encargado de la misma, podía valuarse en cuatro millones de pesos “para hacer negocio”. Los vinos y demás bebidas de más calidad y precio fueron retirados con destino a las más altas autoridades de la Nación; los comunes fueron vendidos en distintos lugares. Algunos cuadros, esculturas y armaduras fueron llevados, en gran parte, a San Nicolás por orden de Subiza y del inspector general de justicia Rodríguez Fox. Otros se destinaron a la UES y a la Confederación de Deportes.
Mientras se estremecía el corazón de los espectadores del crimen absurdo e injustificable, el ministro Borlenghi se comunicó con el jefe de la policía Miguel Gamboa. No le dio órdenes para que evitara las horribles depredaciones. Solo le dijo textualmente: “Che, incendiaron el Jockey Club”. Estas palabras, según declaró Gamboa, “las formuló en forma un tanto interrogante, aunque denotaba conocimiento de este suceso y que no le disgustaban tales hechos” (15).
Durante varias semanas las multitudes silenciosas y doloridas contemplaron las ruinas del club. Si alguien no podía contener su indignación y la expresaba, así fuera con palabras prudentes y mesuradas, era inmediatamente detenido. El dictador estaba en todas partes. Oídos suyos eran los de sus agentes delatores y nadie escapaba a su implacable vigilancia. Meses más tarde se demolió el hermoso edificio. El lugar que ocupaba es todavía un amplio baldío en la calle más famosa de la ciudad… (16)
El grupo criminal no había terminado su faena. Intentó, esta vez por propia iniciativa, llegar al diario “La Nación”, pero el dictador, que tenía noticia de los movimientos de los bandidos, pensó que tal ataque podía malquistarle la opinión periodística universal, tan severa después de la incautación de “La Prensa”. La policía, que no defendió las casas de los partidos políticos y del Jockey Club, impidió que se incendiara el diario de Mitre.
Hasta la madrugada los facinerosos continuaron; cansados y ebrios, sus fechorías contra algunos comercios.
El déspota Juan Domingo Perón podía darse por satisfecho. Sus “muchachos” de la Alianza habían trabajado bien. En muy pocas horas destruyeron todo lo que se les había ordenado, pero no lo que aquel más odiaba: los partidos opositores y la cultura.
Esa noche el tirano comenzó su rápida caía hacia el abismo.
Al día siguiente de los hechos producidos. Lo escucharon con tranquilidad e indiferencia, y no se interesaron en conocer a los responsables. De ello dedujo Gamboa que no debía ahondar en la investigación. (17). Y ésta no se hizo.
Días después Borlenghi decía regocijado: “Ha sido un gol de Subiza” (18).

Notas:

(1) Declaración del comisario inspector Juan Fernando Cevallo en el expediente “Casa del Pueblo s/ saqueo e incendio”, foja 74.
(2) Declaraciones de los comisarios de la Dirección de Bomberos Severo Alejandro Toranzo y Alfredo Der y del subcomisario Eduardo Omar Olivera (expediente citado, fojas 272, 216 y 219, respectivamente).
(3) Declaración del inspector general José Subrá 8expediente citado, fojas 65).
(4) Se refiere a la U.C.R. Unión Cívica Radical. (Nota del transcriptor).
(5) Declaración del inspector general José Subrá (expediente citado, fojas 65).
(6) Declaración de los agentes Amadeo López, Julio Furno y César Horacio Guzman (expediente citado, fojas 29, 30 y 33).
(7) Declaración del jefe de policía Miguel Gamboa (expediente “Casa del Pueblo” foja 162 y 175).
(8) Declaración del comisario Ángel Luis Martín (expediente “Casa del Pueblo”, foja 35).
(9) “La Gran Aldea” se refiere a la Ciudad de Buenos Aires, toma esta expresión del libro homónimo de Lucio V. López en el que el autor recrea la Buenos Aires que deja de ser aldea colonial para convertirse en la gran capital de un país pujante y que llegó a ser el séptimo del mundo hasta que la tiranía peronista lo llevó a ocupar una mediocre ubicación en la lista de las naciones.
(10) La estimación corresponde al año 1958 aproximadamente y son pesos moneda nacional, hoy desaparecida pero, de todas formas, constituía una colección de mucho valor económico pero por sobre todo artístico. Es sabido que el peronismo y la cultura no se llevaron jamás como no se pueden llevar bien la educación y la barbarie. La horda peronista ha destruido a lo largo de la historia muchas colecciones, bibliotecas, pinacotecas, documentos, de gran valor histórico y cultural tal como se ha visto hasta ahora y se verá a continuación.
(11) Declaración de la señorita Olga Ana Castaing, secretaria de Román A. Subiza (expediente Jockey Club s/ saqueo e incendio, fojas 114).
(12) Declaraciones de la señora María Luisa Subiza de Llantada (expediente citado) y de su madre señora María Rioboo de Subiza (expediente “Farro de Vignoli, Norma Elida s/ presunta infracción de la ley penal”.
(13) Declaración del ex presidente del Jockey Club, doctor Urbano de Iriondo (expediente “Jockey Club”, fojas 23).
(14) Durante el incendio muchos libros no se quemaron gracias a su compacta ubicación en las estanterías. (Nota del Transcriptor).
(15) Declaración de gamboa (expediente “Jockey Club”)
(16) En la actualidad dicho solar lo ocupa la “Galería Jardín”. (Nota del Transcriptor).
(17) Declaración de Gamboa (expediente “Casa del Pueblo”, ya citado, fojas 164).
(18) Declaración de la señora Zoe Martínez (expediente “Jockey Club”, ya citado).

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