Desfigurar la realidad es, siempre, mentir. Disfrazar el pasado o distorsionar la historia reciente también lo es. Abusar del poder, manoseando groseramente la información en función de objetivos electorales, es asimismo un fraude político sumamente grave. Porque quienes eligen de buena fe a sus mandatarios lo hacen, según cabe suponer, en función de propuestas que no pueden, de pronto, ser dejadas de lado o descaradamente alteradas, sin que se violente el contrato social implícito sobre el que descansa siempre la relación entre electores y elegidos.
Lo aprendió el ex presidente norteamericano Richard Nixon, quien tuvo que renunciar por haber mentido respecto de sus escuchas en Watergate. Lo comienza a entender el actual primer ministro de Hungría, Ferenc Gyurcsany, quien recientemente vio destrozada su credibilidad tras su inequívoca admisión de haberle mentido, cínica y abiertamente, a su pueblo. Y deberían saberlo muchos dirigentes políticos argentinos, desde Carlos Menem hasta Néstor Kirchner, pasando por el inefable Eduardo Lorenzo Borocotó.
Por lo reciente, resulta interesante el caso del premier húngaro, quien desde hace un par de semanas enfrenta airadas manifestaciones callejeras de protesta que han derivado en una ola de violencia como no había ocurrido nunca en ese país desde que, en 1956, los tanques soviéticos irrumpieron en Budapest. Pese a que pidió disculpas públicas por haber mentido, las protestas no se han detenido y el futuro político del socialismo húngaro aparece comprometido, particularmente después de los resultados de los recientes comicios regionales.
Las dificultades políticas húngaras comenzaron el 17 de septiembre último, cuando, inesperadamente, se difundió por radio una grabación de los dichos del primer ministro en una reunión mantenida a puertas cerradas con sus correligionarios, quien reconoce sin disimulo haber ocultado la verdadera situación de la economía de su país para así poder ser reelegido en las elecciones de abril último. A su vez solicitó en ese encuentro el apoyo partidario para poner en marcha un duro programa de ajuste destinado a enfrentar la difícil situación económica y social.
Con su claro triunfo electoral de abril, Gyurcsany se había convertido en el primer jefe de gobierno húngaro reelegido desde 1989. El premier húngaro, un millonario socialista que dice creer en la economía de mercado, ocultó un déficit público del 10,1 por ciento del PBI, del que es responsable, que ahora propone reducir al 3,2 por ciento para 2009.
Para lograrlo sugiere aumentar sustancialmente la presión impositiva, despedir a numerosos empleados públicos y arancelar los servicios de salud y los estudios universitarios, todo lo cual dista de ser popular. Esto contradice sus recientes propuestas electorales con las que -con absoluta irresponsabilidad y demagogia- prometió una reducción de impuestos, aumentos en las pensiones y subsidios tanto para la compra de viviendas como para los precios de la energía. Estas fueron promesas hechas para lograr imponerse en las urnas, que se evaporaron vertiginosamente tan pronto la reelección se materializó.
Su actitud engañosa es una traición a la buena fe de su pueblo. Es, además, expresión de un mal demasiado frecuente en el universo de la política, el de la mentira. Por esto es comprensible la creciente reacción adversa del pueblo húngaro.
El caso del jefe del gobierno de Hungría tiene bastantes semejanzas con el del ex presidente Menem, quien alguna vez admitió públicamente que si decía todo lo que pensaba hacer desde la Casa Rosada en la campaña proselitista de 1989, seguramente no iba a ser elegido.
Claro que escribir sobre la historia de la mentira política en la Argentina requeriría varios tomos. ¿Cómo olvidar frases como "el que apueste al dólar pierde", de Lorenzo Sigaut, o "a quien puso dólares, se le devolverán dólares", de Eduardo Duhalde, en medio de los cacerolazos por el corralón financiero?
Achicando las distancias y analizando al actual gobierno nacional, es cierto que el doctor Kirchner nunca se ha hecho cargo todavía de sus mentiras, pese a que recientemente mintió flagrantemente al endilgarle a un columnista de LA NACION frases que nunca escribió.
El presidente argentino tiene una manera distinta de mentir de la del premier húngaro. Mentir es difamar a todo aquel que se le opone. Mentir es transformar fracasos en el exterior en pretendidos "éxitos impresionantes". Mentir es vestirse de demócrata mientras se convierte al Congreso en un sumiso sello de goma y se lastima la independencia del Poder Judicial. Mentir es disfrazar ciertos ruidos de la calle, provocados minuciosamente desde dependencias del Gobierno, como un grito de la opinión pública. Y mentir es decir que la situación energética no presenta riesgo alguno.
A diferencia del decadente líder de Hungría, Kirchner aún no ha tenido que admitir esas mentiras políticas bajo la presión de las circunstancias. Quizá, tarde o temprano, tenga que hacerlo.
Lo aprendió el ex presidente norteamericano Richard Nixon, quien tuvo que renunciar por haber mentido respecto de sus escuchas en Watergate. Lo comienza a entender el actual primer ministro de Hungría, Ferenc Gyurcsany, quien recientemente vio destrozada su credibilidad tras su inequívoca admisión de haberle mentido, cínica y abiertamente, a su pueblo. Y deberían saberlo muchos dirigentes políticos argentinos, desde Carlos Menem hasta Néstor Kirchner, pasando por el inefable Eduardo Lorenzo Borocotó.
Por lo reciente, resulta interesante el caso del premier húngaro, quien desde hace un par de semanas enfrenta airadas manifestaciones callejeras de protesta que han derivado en una ola de violencia como no había ocurrido nunca en ese país desde que, en 1956, los tanques soviéticos irrumpieron en Budapest. Pese a que pidió disculpas públicas por haber mentido, las protestas no se han detenido y el futuro político del socialismo húngaro aparece comprometido, particularmente después de los resultados de los recientes comicios regionales.
Las dificultades políticas húngaras comenzaron el 17 de septiembre último, cuando, inesperadamente, se difundió por radio una grabación de los dichos del primer ministro en una reunión mantenida a puertas cerradas con sus correligionarios, quien reconoce sin disimulo haber ocultado la verdadera situación de la economía de su país para así poder ser reelegido en las elecciones de abril último. A su vez solicitó en ese encuentro el apoyo partidario para poner en marcha un duro programa de ajuste destinado a enfrentar la difícil situación económica y social.
Con su claro triunfo electoral de abril, Gyurcsany se había convertido en el primer jefe de gobierno húngaro reelegido desde 1989. El premier húngaro, un millonario socialista que dice creer en la economía de mercado, ocultó un déficit público del 10,1 por ciento del PBI, del que es responsable, que ahora propone reducir al 3,2 por ciento para 2009.
Para lograrlo sugiere aumentar sustancialmente la presión impositiva, despedir a numerosos empleados públicos y arancelar los servicios de salud y los estudios universitarios, todo lo cual dista de ser popular. Esto contradice sus recientes propuestas electorales con las que -con absoluta irresponsabilidad y demagogia- prometió una reducción de impuestos, aumentos en las pensiones y subsidios tanto para la compra de viviendas como para los precios de la energía. Estas fueron promesas hechas para lograr imponerse en las urnas, que se evaporaron vertiginosamente tan pronto la reelección se materializó.
Su actitud engañosa es una traición a la buena fe de su pueblo. Es, además, expresión de un mal demasiado frecuente en el universo de la política, el de la mentira. Por esto es comprensible la creciente reacción adversa del pueblo húngaro.
El caso del jefe del gobierno de Hungría tiene bastantes semejanzas con el del ex presidente Menem, quien alguna vez admitió públicamente que si decía todo lo que pensaba hacer desde la Casa Rosada en la campaña proselitista de 1989, seguramente no iba a ser elegido.
Claro que escribir sobre la historia de la mentira política en la Argentina requeriría varios tomos. ¿Cómo olvidar frases como "el que apueste al dólar pierde", de Lorenzo Sigaut, o "a quien puso dólares, se le devolverán dólares", de Eduardo Duhalde, en medio de los cacerolazos por el corralón financiero?
Achicando las distancias y analizando al actual gobierno nacional, es cierto que el doctor Kirchner nunca se ha hecho cargo todavía de sus mentiras, pese a que recientemente mintió flagrantemente al endilgarle a un columnista de LA NACION frases que nunca escribió.
El presidente argentino tiene una manera distinta de mentir de la del premier húngaro. Mentir es difamar a todo aquel que se le opone. Mentir es transformar fracasos en el exterior en pretendidos "éxitos impresionantes". Mentir es vestirse de demócrata mientras se convierte al Congreso en un sumiso sello de goma y se lastima la independencia del Poder Judicial. Mentir es disfrazar ciertos ruidos de la calle, provocados minuciosamente desde dependencias del Gobierno, como un grito de la opinión pública. Y mentir es decir que la situación energética no presenta riesgo alguno.
A diferencia del decadente líder de Hungría, Kirchner aún no ha tenido que admitir esas mentiras políticas bajo la presión de las circunstancias. Quizá, tarde o temprano, tenga que hacerlo.
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