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jueves, 2 de agosto de 2018

FANTASMAS MILITARES

Una reforma que despierta los fantasmas militares de Argentina Por JORDANA TIMERMAN - NYTIMES -2 de agosto de 2018 BUENOS AIRES — El 24 de julio, el presidente Mauricio Macri anunció una reforma a las Fuerzas Armadas Argentinas. Los cambios, justificó el gobierno, se debían a la necesidad de modernizar el ejército para atender los desafíos actuales —las amenazas del terrorismo y el narcotráfico—, pero también permitirán la intervención militar en la seguridad interna. Con un decreto, Macri revirtió un consenso político que se había instaurado en la Argentina desde que volvió la democracia hace más de treinta años. Oscar Aguad, ministro de Defensa de Macri, se apresuró a aclarar que la reforma no implica la intervención militar en las protestas sociales ni que comenzarían a patrullar las calles. Los militares, en cambio, estarán para defender las fronteras y custodiar “objetivos estratégicos”. Suena, en apariencia, razonable. Pero en el caso de la Argentina no lo es. En un país donde de 1976 a 1983 gobernó una dictadura militar, el papel del ejército es un asunto sensible. Según el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, la junta militar hizo de la desaparición, la tortura y el exterminio un modo de gobierno. Organizaciones de derechos humanos estiman que el Estado militar fue responsable de asesinar a aproximadamente 30.000 personas. El papel del ejército es un tema medular en la vida democrática del país. Argentina ha hecho más que sus vecinos para castigar los crímenes cometidos durante su gobierno militar: desde 2006, 856 personas fueron condenadas por crímenes de lesa humanidad y hasta el año pasado había 2480 imputados. Quizás el centro de detención más emblemático de las atrocidades de esa Argentina militar, la Escuela Superior de Mecánica de la Armada —en donde unas 5000 personas fueron secuestradas y torturadas—, se convirtió en un museo de la memoria pensado en promover y preservar los derechos humanos. Una vez que regresó la democracia, desprestigiadas por su historia sangrienta en el poder y sin perspectivas de guerras externas, las fuerzas armadas entraron en decadencia. En buena medida, el debate actual sobre el ejército se debe a hundimiento, en noviembre de 2017, del ARA San Juan, uno de los tres submarinos de la mermada Marina argentina. La tragedia, en la que murieron 44 personas, puso en evidencia la falta de recursos de las fuerzas armadas y la ausencia de una función concreta. Para algunos se trataba de una señal inequívoca para aumentar el presupuesto del ejército y expandir sus funciones; para otros, era buen momento para discutir su utilidad e incluso plantear la posibilidad de eliminarlas por completo. Sin duda la Argentina se enfrenta en los últimos años a desafíos regionales complejos —la creciente influencia del narcotráfico y la violencia que genera—, pero la carga histórica de las fuerzas armadas en el país hace que el decreto presidencial de Macri sea un mal cálculo político: como Alemania, que sigue cargando con su pasado nazi, la Argentina no puede eludir sus fantasmas militares y autoritarios que legaron uno de los episodios más funestos de América Latina en el siglo XX. Cuando en 1984 regresó la democracia al país, la intención de los nuevos gobiernos era separar a las fuerzas armadas del resto de la vida política. Así se forjó uno de los consensos multipartidistas más importantes de la Argentina contemporánea. En este periodo, los derechos humanos —y no la modernización de las fuerzas armadas— han sido un eje central de la discusión pública. El año pasado, la decisión de la Corte Suprema de Justicia de reducir la sentencia de un militar condenado por crímenes de lesa humanidad provocó protestas masivas. El fallo, llamado 2×1 —que habría sentado un precedente para reducir las sentencias a cientos de militares implicados en violaciones de los derechos humanos durante la dictadura— fue revertido solo unos días después por el Congreso. En el país no hay muchos consensos, pero el costo político de ir contra los derechos humanos puede ser alto. A solo tres días del decreto, la oposición convocó para el 8 de agosto a una sesión especial en la Cámara de Diputados que podría rechazar el plan de reforma y alrededor de 50.000 personas marcharon para protestar contra la reforma. La marcha es un elemento esencial en la vida política argentina y uno de los mecanismos civiles más efectivos. Los argentinos marchamos todo el tiempo, siempre con una amplia agenda de reclamos, la convicción absoluta de que la calle es de los ciudadanos y la certeza de que a través de la protesta se logran cambios políticos. Mientras que en México se desconoce el paradero de más de 30.000 personas, la desaparición de una persona desató una crisis política el año pasado en Argentina: “¿Dónde está Santiago Maldonado?”. El activista que fue encontrado sin vida casi tres meses después de su desaparición, se convirtió en un lamento masivo que llenó las calles y redes sociales. La reestructuración de las fuerzas armadas de la semana pasada cambia una reglamentación de 2006 que limitaba la acción del ejercito a la defensa del país frente agresiones externas perpetuadas por otros Estados. El cambio apunta a que ahora puedan participar en operaciones contra organizaciones criminales transnacionales. Pero que su misión sea intervenir en cuestiones tan etéreas como “objetivos estratégicos” y combatir “agresiones externas” genera inquietud sobre la forma en que se definirán esos objetivos y esas agresiones, como advirtió un grupo de expertos del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). El temor es que se podrían interpretar algunas protestas civiles como “agresiones” o los reclamos sociales del momento —por ejemplo, los de las comunidades indígenas en zonas de yacimientos hidrocarburíferos— como “objetivos estratégicos”. Por si fuera poco, la reforma se da en un momento en el que la militarización de la seguridad interna está cada vez más desacreditada en América Latina. Poco más de una década de utilizar al ejército para combatir a los carteles de narcotráfico en México ha generado más de 10.000 denuncias de violaciones a los derechos humanos por parte de la población, incluidos casos de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, tortura y abuso sexual. La reforma que revaloriza el papel de las fuerzas armadas no tiene como propósito reinstaurar una dictadura y posiblemente tampoco busque reprimir las protestas sociales que tanto valoramos los argentinos. Pero las reservas sobre el decreto no son “prejuicios paranoicos propios de vetustas concepciones ideológicas de la izquierda vernácula”, como advierte un editorial del diario argentino La Nación. De 1930 hasta la década de los ochenta el ejército tomó a la fuerza el poder seis veces e impuso la violencia como método para perpetuarse en el gobierno. El activismo por los derechos humanos desde que se recuperó la democracia fue la característica distintiva de Argentina respecto de otras naciones con pasados totalitarios, como Brasil, Chile y Uruguay. Por eso es comprensible que seamos renuentes a la participación de los militares en ámbitos más amplios de la vida pública. Si algo sabemos los argentinos es que el ejército puede desbordar sus límites con facilidad. En plena represión, mientras la dictadura argentina lanzaba una campaña que decía que “los argentinos somos derechos y humanos”, secuestraba, torturaba y ejecutaba miles de opositores. Cuando la junta militar dejó el poder, la frase “Nunca más” fue un grito para la nueva Argentina que se alejaba del autoritarismo y empezaba a investigar los crímenes de la dictadura. El gobierno de Mauricio Macri no debe olvidar que nunca más realmente es nunca más.

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